Hace unos días me tocó ir al funeral de una persona conocida y apreciada pero no tan cercana como para impedir que mi mente divagara y recabara información y conjeturas acerca de los rituales asociados a la muerte. Por primera vez vi el interior de una tumba múltiple, con ataúdes apilados uno sobre otro, y por primera vez me intrigué por la falta de olor a putrefacción esperable de una tumba abierta. Cuando nos retirábamos de la breve ceremonia, mis acompañantes recordaron que sus padres están enterrados en el mismo cementerio, muy cerca del lugar donde nos encontrábamos. Como yo estaba a cargo del volante, pregunté con genuina cortesía si querían pasar a ver la tumba antes de irnos. La sugerencia no fue bienvenida. Siendo poco asiduo a los cementerios y poco versado en las normas protocolares de las relaciones con los muertos, me sorprendió entrever que estaba traspasando un tabú hasta entonces desconocido. “No es bueno ir a ver a un muertito cuando se viene a enterrar a otro”. Con mi habitual falta de tacto, no encontré mejor manera de buscar profundizar en el tema que mediante el sarcasmo. “¿Por qué no? ¿Se ponen celosos?” No logré más respuesta que una sucinta afirmación tautológica: “porque es malo” y la mirada reprobatoria que se dedica al niño que plantea preguntas impertinentes. Evidentemente molestó tanto la sorna con que recibí este gran trozo de conocimiento que se me proporcionaba como el escepticismo de que los muertos puedan sentir celos o cualquier otra emoción. No intenté seguir en la línea de discusión sabiendo que me sería muy difícil obtener precisiones sin pasar a llevar innecesariamente las creencias en lo sobrenatural.
Pero no pude evitar seguir el diálogo en mi cabeza. ¿Qué quieren decir con que es malo? ¿Qué tipo de malas consecuencias podría tener pasar a ver la tumba de otra persona? ¿Produciría alguna forma de mala suerte para los vivos o algún inconveniente para el descanso del alma de los muertos? ¿O es intrínsecamente malo aunque no haya consecuencias apreciables? Lo primero me parece absurdo y lo segundo incomprensible. Sin embargo, puedo vislumbrar razones de otro tipo. Aún sin compartir los elementos sobrenaturales de la recomendación, puedo imaginar perfectamente que la economía de los tiempos no sea el único criterio para decidir las etapas de un recorrido en el cementerio. Puedo imaginar, por ejemplo, que la disposición mental y emocional al despedir a un fallecido no necesariamente coincida con la mejor actitud de recuerdo y diálogo interior que suscita la visita de la tumba de un ser querido muerto hace largo tiempo. Pero lo que se me ofrecía no eran razones de conveniencia o preferencia, sino imperativos morales en la forma de tabúes que en mi cabeza se traducían en supersticiones absurdas.
Es posible que, de haber continuado el diálogo sin pisar las minas antipersonales de la ofensa a las creencias sobrenaturales, hubiéramos llegado a una conclusión terrenal aceptable de las razones por las que es preferible no mezclar los propósitos de una visita al cementerio. Pero todo ello hubiera requerido un esfuerzo de comunicación significativo, que tomaría tiempo y solo sería posible si las dos partes mantienen la precaución de no quedar empantanados en las trampas de la definición de conceptos. Mucho más económico y fácil es transmitir sólo la esencia del precepto en forma de un imperativo, so pena de consecuencias indeterminadas.
¿Será posible que otras supersticiones clásicas sean advertencias destiladas en una gota única de conocimiento, fácilmente transmisible? ¿Será que la mala suerte de pasar bajo una escalera sea más convincente que la larga lista de posibilidades de lo que puede caer de lo alto?
Todo esto me recuerda una reflexión anterior respecto de los mandatos religiosos que, aunque puedan haber tenido razones válidas en sus orígenes, se transmiten por economía y eficacia simplemente como órdenes de la deidad, “porque así lo ordeno y punto”. Pienso por ejemplo en la prohibición a los judíos de comer carne de cerdo, que he escuchado explicada en términos pragmáticos como una medida sanitaria ante la posibilidad de adquirir triquinosis. O la inconveniencia de consumir mariscos que fácilmente se pueden transformar en tóxicos en el calor del Oriente Medio. Estas razonables medidas profilácticas se transmiten más eficientemente como una escueta e incuestionable norma religiosa que como una larga explicación razonada, sujeta a potenciales errores de transmisión. El problema de esta estrategia es que la economía de transmisión sacrifica el fundamento de la norma e imposibilita su modificación. Mal que mal, judíos y musulmanes siguen sin consumir cerdo pese a que hoy comprendemos la biología de los parásitos y la refrigeración está disponible en muchos lugares.
La moral religiosa en su conjunto puede responder a esta misma lógica de economía de transmisión. Los mandamientos divinos son una forma compacta de normas cuyos fundamentos son extensos y complejos. El mensaje de mantener una buena conducta hacia los semejantes porque un dios así lo ordena tiene muchas más posibilidades de ser escuchado, recordado y respetado que una compleja disquisición acerca de la convivencia humana. Desafortunadamente, el precio a pagar es convertir a las normas en absolutas y difícilmente modificables.
Por supuesto que existen las leyes terrenales como equivalente secular de los preceptos divinos con los que decidimos regir nuestras sociedades. Pero los códigos jurídicos tienen desventajas meméticas significativas. En primer lugar porque, al ser construcciones abiertamente humanas, la conveniencia o rectitud de las leyes es cuestionable, no tienen acceso a la categoría deontológica de las leyes divinas. La autoridad del legislador como agente entendido y bien intencionado en la materia es apenas un pálido sustituto de la absoluta sabiduría de un ser omnisciente y todo benevolencia. En segundo lugar, porque existe una probabilidad de escapar al castigo ante la infracción de las leyes seculares, no así de las divinas. Como mecanismo de legitimación de las leyes solo queda el convencimiento personal de que las normas son buenas y justas. Esto es solo posible de lograr si se reflexiona acerca de ellas, pero la fracción de la sociedad que puede dedicar el tiempo y esfuerzo intelectual para llegar a ese convencimiento es mínima. El complejo cuerpo de leyes y normas que rigen una sociedad requiere de un gremio profesional dedicado exclusivamente a su interpretación y aplicación; escasamente se podría esperar que la sociedad en su conjunto conozca, comprenda y, a partir de ahí, respete la ley en lugar de solo obedecerla. En contraparte, el mismo hecho de que las normas seculares sean imperfectas y de factura humana permite que éstas sean modificadas, perfeccionadas o derechamente abandonadas. Es posible para los individuos en sociedades democráticas involucrarse en el proceso de legislación para producir normas justas, y la lucha social puede terminar con las injustas; la legislación divina es inapelable.
Es frecuente que creyentes y apologistas afirmen que las normas morales de la religión sirven de fundamento al ordenamiento secular de las sociedades. Y de alguna manera es posible que así sea, pero no porque las normas de supuesto origen divino sean intrínsecamente mejores, más justas y sabias; normalmente no lo son. Lo que hace a las normas religiosas tan extendidas es su modo de transmisión, en forma de compactos memes de imperativos incuestionables. Un recurso que, desgraciadamente, no está al alcance de un racionalista consecuente.