Hablar de fe y homeopatía juntos puede sonar extraño. Pero en realidad tanto la fe religiosa como la homeopatía comparten una característica que suele pasar desapercibida: para ambas el “principio de la dilución” es vital.
Para entender a que me refiero, primero hay que profundizar en los principios de la homeopatía.
Homeopatía y disolución
Al contrario de lo que mucha gente piensa, la homeopatía no significa “remedio natural” en el sentido que una infusión, te o extracto natural podrían serlo.
Los remedios naturales (naturopatía) y los medicamentos convencionales farmacéuticos (alopatía) siempre contienen un principio activo aunque sea en concentraciones mínimas. Esa pequeña cantidad puede ser suficiente para que se produzcan efectos terapéuticos. De hecho muchos remedios famaceúticos convencionales son el resultado de la purificación o la sintetización de un principio activo descubierto en alguna planta, como es el caso de la aspirina, que se descubrió y extrajo de la corteza del sauce blanco .
En cambio la homeopatía consiste en tomar cierto principio activo y someterlo a sucesivas diluciones, incluso hasta superar el límite de disolución, punto en el que en la práctica no queda un solo átomo o molécula de principio activo en la disolución resultante a administrar al paciente. Entonces, si un remedio homepático ya no tiene principio activo ¿Cómo se supone que funciona?
La homeopatía se basa en varios principios que fueron postulados por Samuel Hahnemann en 1810. Él observó que al administrar ciertas sustancias a una persona producía síntomas similares a las enfermedades conocidas de la época, tales como fiebre, tos, prurito, dolores musculares, etc. Con esto en mente, Hanemman postuló que al administrar una sustancia de efectos similares a la enfermedad en una persona que sufrieran dicha enfermedad la sanaría.
Pero mientras él probaba sobre si mismo las propiedades de diferentes sustancias, para determinar los síntomas que provocaban, Hahnemann sufrió molestias y complicados problemas de salud; no en vano en la naturaleza abundan las sustancias tóxicas. Entonces vino la segunda idea de Hahnemann: Para reducir los efectos secundarios de sus pruebas él comenzó a diluir los principios activos que estaba probando, tantas veces como fuera necesario para hacer que los síntomas indeseados no fueran molestos. Y entonces no sólo “descubrió” que los efectos molestos desaparecían, sino que al administrar esas soluciones diluidas a sus pacientes, ellos parecían mejorar más que con el compuesto sin diluir.
Esto para Hahnemann fue una revelación, y asumió que sus medicamentos eran más potentes (efectivos) cuanto más diluídos estaban.
Su error consistió en asumir mejoría sin darse cuenta que la supuesta «mejoría» que él creía observar en sus pacientes era resultado del efecto placebo.
Pero ¿Cómo podía Hahnemann explicarse que algo que tenía menos principio activo funcionara mejor que algo más concentrado? Para ello teorizó que el agua o solvente usado, al ser agitado junto con el compuesto activo (sucusión), capturaba o memorizaba los efectos de la sustancia, potenciándose. Al diluir más y más el preparado, el principio activo efectivamente desaparecía, pero la memoria del solvente seguía manteniendo y haciendo más poderoso el efecto terapéutico del preparado homeopático.
Había nacido la homeopatía.
Demás está decir que a partir de entonces ha habido innumerables intentos por validar científicamente los efectos de los remedios homeopáticos, pero cada vez que se han sometido a pruebas serias con controles adecuados y usando doble ciego, la homeopatía falla estrepitosamente y no logra obtener resultados mejores que el placebo.
Pero en este análisis es necesario remarcar el principio postulado por Hahnemann: a más diluída una sustancia, mayor y más beneficioso su efecto.
Y lo sorprendente es que este principio tiene un curioso paralelo en la doctrina de la virtud de la fe.
La fe: más poderosa a menos evidencia
La fe es el ingrediente básico de las creencias sobrenaturales, incluidas las religiones.
Tener fe significa creer sinceramente en la verdad de las tradiciones, libros sagrados y seres divinos de la religión que se profesa. Cuando se cree por fe no se cree por que haya (alguna) evidencia indiscutible, sino que se cree ciegamente, sin cuestionamientos.
En occidente el cristianismo ha llevado el palmo de estandarte de la fe. Y se puede encontrar en el nuevo testamento abundantes explicaciones de la importancia de la fe. En especial, hay un versículo en Hebreos 11:1 que es esclarecedor:
“Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve.”
Ese versículo (así como el resto del capítulo 11) es claro: Si la certeza y convicción se basa en algo que sí se puede ver, es decir, por evidencia real y tangible, entonces, eso no es fe; Para que sea una fe verdadera, el objeto de la fe no debe estar visible, sino sólo debe esperarse con “certeza”, debe darse por cierto sin la evidencia a la vista, sin ver.
La fe es la antítesis del “ver para creer” del apóstol Tomás.
Ya que la religión se apoya en forma absoluta en la fe, si un dios quisiera manifestarse en forma explícita a las personas, y se presentara en forma física, o dejara alguna señal físicas innegable de que fuera de su autoría (por ejemplo, reordenando las estrellas del firmamento para escribir “Dios está aquí”, una tarea trivial para un dios todopoderoso), entonces quienes vieran eso y finalmente comenzaran a creer, en la práctica no lo harían por fe, sino que estarían convencidos por la innegable evidencia que tal dios estaría ofreciendo.
Para los creyentes religiosos, tal tipo de conversión no es virtuosa, pues carece de fe.
Por ello es que cuando alguna verdad religiosa revelada resulta ser oculta, invisible y además difícil de creer, quien cree en tal “verdad” a pesar de la falta de evidencia (o peor aún, a pesar de la evidencia en contra) se considera que tiene una fe más grande y más digna de admiración.
Ese esfuerzo en creer aún las cosas más inimaginables se lo recompensa considerando que la persona tiene una fe más admirable. A más fe, más virtuosa y santa es la persona.
Entonces, la fe es la medida de la creencia a falta de evidencia, y a menos evidencia (o con evidencia nula), se considera que más potente es la fe del creyente. Esto equivale a decir que cuanto más diluidas estén las pruebas de que alguna verdad religiosa es cierta, al punto de ser inexistentes, es una muestra de una fe más potente.
Por lo tanto, la ausencia de evidencia es a la fe lo que la dilución (y ausencia) de un principio activo es a la homeopatía.
Y la ciencia ha demostrado una y otra vez que la homeopatía no funciona. ¿Por qué en cambio debemos creer que la fe sí?