«Extracción de la piedra de la locura», El Bosco |
A propósito de la recurrencia por parte de nuestro Ministro de Defensa y de autoridades de Fuerzas Armadas a videntes, mediums o adivinas para la búsqueda de restos de avión en el archipiélago Juan Fernández, no pude evitar evocar este fragmento del libro «Elogio de la Locura» (1509), por el visionario holandés Erasmo de Rotterdam, referente al rol simbiótico que juegan los bufones y los sabios en las cortes reales con sus respectivas autoridades.
Así nos ilustra al respecto la protagonista de esta obra, La Locura:
¿Y qué diréis si afirmo que incluso gozan de la gracia de los máximos reyes, de suerte que algunos no saben comer, ni andar, ni pasar una hora sin ellos? Muy a menudo anteponen estos tontilocos a sus aburridos sabios, a los cuales algunas veces mantienen por pura vanidad. El porqué de esta preferencia no me parece oscuro ni cosa de admiración, pues tales sabios no suelen acudir a los príncipes con nada que no sea triste y, engreídos con su doctrina, no se recatan de herir oídos delicados con verdades mordaces; en cambio, los bufones proporcionan lo único que los príncipes buscan por doquier de mil maneras: bromas, risas, carcajadas y placeres.
Fijaos de modo especial en una cualidad, nada despreciable, de los estultos, que es el ser los únicos francos y veraces. ¿Hay cosa más digna de aplauso que la verdad? Aun cuando Alcibíades, en aquel proverbio platónico, sitúe la verdad únicamente en el vino y en la infancia, ello no obsta a que se me deba de modo peculiar toda alabanza, y, si no, acudamos al testimonio de Eurípides, de quien se conserva aquel célebre dicho acerca de mí, según el cual «el necio no dice más que necedades». Todo cuanto lleva el necio en el pecho, lo traduce a la cara y lo expresa de palabra. En cambio, el sabio tiene dos lenguas, como recuerda el mismo Eurípides diciendo que una de ellas es la que usan para decir la verdad y con la otra las cosas que consideran convenientes según el momento. Es propio de ellos transformar lo negro en blanco, y, con la misma boca, soplan simultáneamente a lo frío y a lo caliente, porque media gran distancia entre lo que esconden en el pecho y lo que fingen de palabra.
Los príncipes, empero, aun viviendo en el seno de tanta dicha, o de lo que pretende serlo, me parecen desgraciadísimos, porque carecen de ocasión de escuchar la verdad y porque están obligados a tener a su lado aduladores en vez de amilos. Dirá alguien: «Pero es que los oídos de los príncipes aborrecen la verdad y por la misma causa rehuyen a los sabios, puesto que temen que no salga alguien demasiado liberal que se atreva a decir cosas ciertas en vez de cosas placenteras». Cierto es, la verdad es desagradable a los príncipes, pero ello viene por modo admirable en auxilio de mis necios, puesto que de ellos escuchan con placer no sólo verdades, sino hasta francos insultos, cuando las mismas palabras, proferidas por un sabio, serían materia de condena a muerte; en cambio, dicho por un necio resulta en increíble contento.
Tiene, pues, la verdad cierta esencial facultad de agradar si en ella no va implícita ofensa, pero esta virtud no se la han concedido los dioses más que a los necios. Por esta misma razón de tal especie de hombres suelen gozarse locamente las mujeres, pues son de natural más propensos al placer y a la jocosidad. Por lo tanto, cualquier cosa que hagan en tal sentido, aunque a las veces se trate de lo más extremadamente serio, lo interpretan como broma y juego, pues tal es la tendencia natural de este sexo, sobre todo en lo que mira a encubrir sus defectos.
Agradezco a Benjamín Carvallo Carvallo por el regalo de un ejemplar de tan magnífica obra.