Jocelyn-Holt – Carta al director

por | 30 diciembre, 2015

Carta al Director enviada el 28 de diciembre de 2015 al diario La Tercera en respuesta a la columna de opinión «El rostro de Cristo», del historiador Alfredo Jocelyn-Holt, el día 26 anterior.

Señor director:

En su edición del 26 de diciembre, el historiador Alfredo Jocelyn-Holt arremete contra la reconstrucción del aspecto físico que habrían tenido los habitantes de Palestina en el primer siglo de la era común, en lo que considera una inaceptable intromisión de la ciencia en el terreno de “lo sacro”. No aclara por qué un rostro semítico ancho, de piel morena y oscuros cabellos hirsutos puede ser ofensivo para el creyente acostumbrado a ver al Jesús típicamente caucásico de la iconografía popular. Sugerir que un fenotipo “menos alto, nada sublime” sea epítome de “anticristo terrenal” mal esconde un racismo igualado solo por su desprecio de las ciencias. La “arrogancia iconoclasta del que pretende cuestionarlo todo” es justamente el motor del conocimiento y progreso humanos. Toda idea merece ser siempre cuestionada: las que son ciertas aumentarán el brillo de su veracidad confirmada; son las ideas falsas o sin fundamentos las que requieren de guardias intelectuales que las mantengan al abrigo del escrutinio. Al asumir que la creencia religiosa no puede tolerar el avance del conocimiento agravia por partida triple a semitas, creyentes y científicos. Curioso historiador que encuentra ofensiva la diferencia entre los hechos (la apariencia de la población de aquella época y lugar) y los símbolos y estereotipos que se utilicen para representarlos.


Daniel Sellés
Vicepresidente, Asociación Escéptica de Chile (AECH)
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Esta fue publicada hoy, 30 de diciembre de 2015, en La Tercera, bajo el título de «El rostro de Cristo«.

El texto del historiador Alfredo Jocelyn-Holt originalmente publicado fue:

Entre los muchos cargos que se le pueden hacer al cristianismo, sus iglesias y sectas, hay dos que claramente no valen: que su Dios no sería también humano y que su mensaje o sentido no sería de y para todos los tiempos, por tanto que no tendría vigencia hoy en día. No hay que ser creyente cristiano (no lo soy) para apreciar el tremendo legado humanístico de esta creencia y su todavía formidable peso. La nuestra sigue siendo una cultura cristiana, aun incluso cuando, secularizantes, nos planteemos a contracorriente de una tradición que lleva, no por nada, dos mil años.

Por eso no dejan de choquear los intentos de falsear, vía supuesta “evidencia histórica”, lo que exige criterios más finos de apreciación. Dar a entender, por ejemplo, que nuestras imágenes de Cristo no serían fieles a lo que él debió haber sido en carne y hueso porque ahora dispondríamos de técnicas arqueológico-científicas que permitirían reconstituir su verdadero rostro y figura. A juzgar por experimentos forenses llevados a cabo en la Universidad de Manchester (UK), se ha estado venerando una figura falsa que no correspondería al fenotipo semita de la época ofreciéndose como alternativa, no sólo alguien irreconocible, sino una suerte de “anti-Cristo” terrenal (menos alto, nada sublime), común y corriente si no plebeyo (cero imponente, majestuoso o excepcional), afín a un espécimen antropológico no occidental que es lo que típicamente aparece en programas de NatGeo y el History Channel del cable que se las da de “historia” para todo espectador.

El mismo escepticismo que lo lleva a uno a desconfiar de excesos delirantes de fieles religiosos hace recomendable no creerse chivas de este otro orden. Entre tanto beato, los hay también seudo-cientificistas, de delantal blanco y laboratorio (“grito y plata”, i.e. fondos concursables, esto del delantal blanco, dicen). El positivismo decimonónico solía incurrir en similares estupideces. Cuentan que los examinadores del Instituto Nacional (uno que otro odioso como Diego Barros Arana) obligaban a estudiantes de colegios de Iglesia que explicaran la transustanciación en términos químicos. Hay que ser un también digno hijo de su mamá para poner en duda imágenes inspiradas de eximios pintores (e.g. Miguel Ángel, Leonardo, Tiziano, Bellini, Mantegna, El Greco, Rembrandt, ni qué decir Durero quien, en el colmo de la vanidad, ofreció su propio rostro como retrato del “Ecce homo”). Obviamente, lo de ellos no era una fábula, sí, un ideal enaltecedor, da lo mismo si exacto.

Lo que choquea de la U. de Manchester es la arrogancia iconoclasta del que pretende cuestionarlo todo, incluso lo sacro o imaginativo, porque lo de ellos sería la verdad probada. Si en algo vale el cristianismo es que nos hace representarnos al hombre como imagen de algo más que hombre y la idea de que para acceder a ello hay que ser gente de bien, de buena disposición, en fin, hombres de buena voluntad y de buena fe. Esto, en el mundo hoy, es igual de escaso que la sensatez y la moderación.


Alfredo Jocelyn-Holt
Historiador
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Actualización: Ésta fue su réplica el 31 de diciembre de 2015 en la página 8 de La Tercera:

Señor director: En su diatriba, Daniel Sellés Mathieu me acusa de racista, de desprecio para con la ciencia, de guardia intelectual de falsedades, y no saber diferenciar hechos de símbolos. Y todo porque cuestioné una investigación chabacana que pone en duda imágenes basadas en iconografías de Cristo de eximios pintores de Occidente, a fin de ofrecer a modo de spoiler una versión-reemplazo que recuerda más a un Cro-Magnon antropológico que a Cristo. En ningún momento sostuve que fuese ofensivo que Cristo no haya sido “caucásico” o “de piel morena” y “oscuros cabellos hirsutos” (calificativos de Sellés, no míos). Rembrandt usó como modelos a judíos de la Ámsterdam de su tiempo para ilustrar pasajes bíblicos, cuyas fisonomías no coinciden con el prototipo semita “reconstruido” por la U. de Manchester. ¿Es que Rembrandt en sus pinturas y grabados, amén de errado, sería “racista” porque sus personajes, entre ellos Cristo, aparecen imponentes, espirituales, “no de este mundo”, tampoco especímenes arqueológicos auténticos? Lo que resulta verdaderamente chocante es que: (1) se tenga a cierta ciencia mediática muy de hoy, por sacrosanta, cuando lo que consagra no es más que una hipótesis entre muchas; (2) que se enristre armas en defensa de un positivismo trasnochado incapaz de apreciar lógicas, modos de pensar e imaginar “hechos”, “figuras”, no conmensurables científicamente; (3) que en aras de cuestionar imágenes religiosas y artísticas apenas se camufle cierta ira iconoclasta, más talibán que de gente tolerante, para con representaciones que nunca han pretendido ser exactas (ni siquiera la fotografía lo es); y, (4) que no se sepa leer: la columna versaba sobre la falta de buena fe y buena voluntad.


Alfredo Jocelyn-Holt
(PDF)

 

 

 

Post scríptum

 

No me parece que la réplica de AJ-H amerite una respuesta con formato de carta al diario, no propuso ideas nuevas ni planteó desafíos o afirmaciones que me sienta compelido a rebatir en público. Quienes por alguna razón hallan seguido los textos publicados en el diario ya tendrán su opinión. Prefiero hacer unas últimas reflexiones por este medio, menos mezquino con la cantidad de palabras que se pueden usar.
Tampoco me parece relevante seguir escarbando en los comentarios con tufo racista que hace el autor, incluso sin darse cuenta, porque no quiero que el punto central de mi disconformidad se confunda con un argumento ad hominem. Pero no puedo dejar pasar la ocasión de mostrar cómo en su defensa cae a lo menos dos veces más en comentarios desafortunados. Primero, cuando dice que el retrato reconstruido “recuerda más a un Cro-Magnon antropológico que a Cristo”. Más allá del aire de ofensa que queda flotando en el aire, parece olvidar que el hombre de Cro-Magnon es un hombre anatómicamente moderno y que, por estar adaptado al clima glacial de Europa, posiblemente era más parecido al modelo europeo del Jesús pictórico que al semítico reconstruido, con lo que habría errado diametralmente su apreciación. En segundo lugar, se da la molestia de especificar con palabras (un recurso escaso en las cartas al director), y no solo con comillas, que soy yo quien usa los calificativos “de piel morena” y “oscuros cabellos hirsutos”. ¿Será que “moreno” “oscuro” e “hirsuto” suenan a ofensa en sus oídos?
Que los pintores europeos hayan representado sus dioses, ángeles y héroes como europeos, no debería sorprender. No hay nada extraño en que los pintores hayan usado los referentes estéticos que tenían a mano, tal como hacen las curiosas representaciones de Jesús con rasgos orientales o africanos. Es más, afirmo que no solo los pintores tienen derecho a escoger los modelos estéticos que les plazca, sino que también los espectadores tienen derecho a comparar la belleza de las obras de arte y los rostros humanos; es decir, a ejercer su gusto. No encuentro condenable que AJ-H prefiera un tipo de representación de Jesús por sobre otras. Pero el racismo no habita en el lado positivo de la escala de preferencias personales sino en el extremo de los desprecios, aversiones y hostilidades. Y de estas aversiones, la que más me preocupa es la que muestra hacia la ciencia y el conocimiento.
Desgraciadamente AJ-H no está solo en esto. De alguna manera la sociedad hace eco de esta idea que trasluce de sus escritos de que la verdad puede ser escogida de acuerdo a las preferencias personales, de que algo puede ser desestimado sin más argumento que la incomodidad producida. AJ-H no considera necesario mostrar posibles errores en la técnica de reconstrucción forense, o señalar inconsistencias en los supuestos de partida para dictaminar que el estudio es una “chiva”. No se molesta en decirnos cuales pueden ser los estudios alternativos que hacen que esta sea solo “una hipótesis entre muchas”. Simplemente no le agradan los resultados y lamenta que se ponga en duda a imágenes artísticas y religiosas.
Pero ¿puede el conocimiento científico “poner en duda” a una obra de arte? ¿Son las obras de ficción menoscabadas por el hecho declarado de ser ficticias? ¿Son las representaciones de las hidras, pegasos y medusas menos apreciadas por representar seres imposibles? Las preguntas recíprocas desde el lado de la ciencia también son válidas: ¿es que los resultados de una investigación científica pueden ser evaluados con justicia por criterios estéticos? ¿Deben los descubrimientos ajustarse a los cánones de artistas consagrados? No existe conflicto intrínseco en la discrepancia entre una representación basada en criterios estéticos y una en evidencia concreta. AJ-H comete un grosero error de categoría al comparar fenómenos que pertenecen a esferas diferentes. Esto queda claro cuando tilda de “chabacano” (es decir, de mal gusto) el estudio forense.
A decir verdad, sí hay un componente estético importante que se aplica de manera cotidiana en la investigación científica: es la belleza de la verdad. Descubrir o crear una propuesta novedosa, que explica más y mejor, que es compatible con otras áreas del conocimiento y consistente con la realidad, produce un placer que tiene mucho en común con el goce estético. Y aunque no veo razón alguna por la que esto no sea así también en las ciencias sociales, no parece que nuestro historiador lo haya experimentado.