Malala Yousafzai (Imagen: The New Yorker) |
En Inglaterra, Malala Yousafzai, una adolescente de quince años, se bate entre la muerte y una vida con secuelas tras haber sido cobardemente baleada en el cuello por un amoroso talibán de su teocracia natal, Pakistán. ¿Su crimen? El haber bloggeado reclamando el derecho a recuperar la educación para las mujeres de su país, ella inclusive, tras haber sido destruidas muchas escuelas femeninas por el régimen (claro, separadas por sexo, así como acá el Opus Dei, cosa que como sociedad no nos dignamos a reconocer en su gravedad y su trasfondo ideológico). Estuvo a salvo mientras permaneció anónima en la república de Alá, pero el premio que recibió en su escuela por defender tal causa la expuso públicamente, valiéndole su sentencia de muerte ante el fanatismo afiebrado islámico.
Aprovechemos de recordar la importancia de la privacidad de los datos personales, particularmente aquellos de carácter sensible, tal como la participación política en este caso, cuyo resguardo existe justamente para prevenir situaciones como ésta.
Entendiendo que también podría haber sido mi hija, o la tuya, o tú, es que me indigna el amarillismo multiculturalista posmoderno, el que reconoce a aquel régimen como válido según su cultura, así como sus prácticas sexistas (lapidaciones y ablaciones mediante), opresoras y, a final de cuentas, degradantes. Tal es su cultura y así hay que respetarla, dirían, pues ¿quiénes somos nosotros para juzgar su cultura desde nuestro paradigma cultural y nuestro sistema valórico que se suscribe al mismo paradigma? Pues, mi estimado multiculturalista, no somos ya sólo nosotros quienes lo criticamos, sino que su mismo pueblo y, en particular, una adolescente de quince años de allá mismo, quien ha contado con amplio apoyo en su propia sociedad. ¿O acaso reconocerás ese apoyo como un colonialismo cultural nuestro?
Mientras nuestra humanidad sigue honrando hadas y sus escritos, Malala nos demuestra ese pensamiento crítico del que los humanos gozamos desde tan temprana edad, muchas veces llegando a exasperar al más paciente padre o madre, antes de que el adoctrinamiento religioso consiga atrofiar nuestro innato sentido de la duda y nuestro afán de investigación y experimentación, esa curiosidad infantil que ha sido el motor de los más grandes descrubrimientos en la humanidad y que tan peligrosa le resulta al dogma de fe y a su institucionalidad político-religiosa; tal peligro gatilló tal violencia: el reconocer a la educación igualitaria como antesala para el ejercicio pleno, efectivo y constructivo de nuestra libertad y de su sociabilización democrática.
Ante el permanente riesgo del fundamentalismo religioso, la bandera del secularismo ha de ser defendida por toda persona libre hasta su último aliento mientras no consigamos que hechos como estos decanten en el fondo de nuestra barbarie cultural.
Primando el derecho divino, difícilmente la humanidad conseguirá universalizar los «Derechos de las Niñas«.