Karl Popper (Imagen: Wikipedia) |
Por Alejandro Weinstein
Un domingo en la tarde le pasaron un parte a un amigo mío por no respetar un signo pare. No fue que él ignorara el signo sino que, según el policía, él no se detuvo completamente. Mi amigo no estaba de acuerdo con el policía, así que decidió ir al juzgado para refutar el parte. Ese día el policía se había dedicado a pasar el mismo parte a todos los conductores que, según él, no se detuvieron completamente. Así que el día que mi amigo se presentó ante el juez, junto a él había una decena de otros conductores en la misma situación. Uno tras otro argumentaban frente al juez, de una forma u otra, que ellos sí se habían detenido. Y uno tras otro y sin importar el argumento dado por cada conductor, el juez le preguntaba al policía si había sido entrenado para cursar este tipo de infracción, a lo cual el policía una y otra vez contestaba que sí, tras lo cual el juez decretaba que el inculpado debía pagar la infracción.
Y ahí fue cuando entendí. Para el juez ninguna evidencia presentada por los conductores iba a hacer que cambiara de opinión. En otras palabras, su teoría de que el conductor frente a él no había respetado el signo pare ¡No era falsable! Eso de que para que una teoría fuese «científica» deba ser falsable lo había leído un par de veces, pero no fue hasta que me puse a pensar sobre esta historia que entendí el concepto.
El concepto de «falsabilidad» (o «refutabilidad») fue introducido por el filósofo Karl Popper. Según Popper, para que una proposición sea considerada como científica, debe ser posible diseñar un experimento tal que, de observar ciertos resultados, estos implicarían que la proposición es falsa.
Por ejemplo, la teoría de gravitación universal propone que la fuerza de atracción entre dos cuerpos es inversamente proporcional al cuadrado de distancia entre los cuerpos. Es posible diseñar un experimento en que se midan tales fuerzas, y si uno observara que la fuerza de atracción es inversamente proporcional al cubo de la distancia, entonces la conclusión es que la teoría es incorrecta. Es decir, hay un resultado posible de un experimento que, de ser observado, nos permitiría concluir que la teoría es falsa. Podemos decir entonces, que bajo la definición de falsabilidad de Popper, la teoría de gravitación es una teoría científica.
Neptuno (Imagen: The Space Place) |
Otro ejemplo es el descubrimiento de Neptuno. Durante la década de 1820, los astrónomos se dieron cuenta que las observaciones de la órbita de Urano no coincidían con lo predicho por la mecánica newtoniana. Dos décadas más tarde los astrónomos John Couch Adams y Urbain Le Verrier postularon que esta diferencia se podría explicar a través de la existencia de un planeta no conocido hasta ese momento. Estos astrónomos no sólo propusieron la existencia de este planeta, sino que le indicaron a los observatorios a donde debían apuntar sus telescopios para encontrarlo. Y fue así como, siguiendo estas recomendaciones, Johann Galle descubrió en 1846 el planeta que hoy conocemos como Neptuno.
La conexión entre el principio de falsabilidad y el descubrimiento de Neptuno es más complicada que en el caso de los primeros dos ejemplos. Podríamos pensar que los científicos, al observar la órbita de Urano, deberían haber concluido que la mecánica newtoniana es falsa. Sin embargo, esto es usar el principio de falsabilidad de una manera ingenua, ya que no era esta teoría en forma aislada la que estaba fallando, sino que la combinación de esta teoría junto con el modelo del sistema solar conocido hasta ese entonces era lo que había sido demostrado falso. La conclusión lógica fue entonces que, o bien la mecánica newtoniana era errónea, o el modelo del sistema solar era erróneo, o ambos lo eran. Dado que la mecánica newtoniana había demostrado un éxito espectacular hasta ese entonces, los astrónomos se inclinaron a pensar que era el modelo del sistema solar el que debía ser modificado. El descubrimiento de Neptuno confirmó que estaban en lo correcto, pero la posibilidad de que la mecánica newtoniana contuviese algún error no podía ser descartada de plano.
Un ejemplo más reciente de cómo los científicos siempre tienen el principio de falsabilidad presente fue la noticia de que físicos del proyecto OPERA habrían observado neutrinos viajando a una velocidad mayor que la de la luz. De haber sido cierto, esto habría demostrado que la teoría especial de la relatividad es errónea, aunque más tarde se determinó que ciertas fallas técnicas fueron las causantes de estas mediciones. Lo interesante es analizar cómo respondió la comunidad científica a la noticia: Como la teoría especial de la relatividad es una teoría científica, siempre es posible que ésta no sea cierta en algún caso. En particular, observar una partícula viajando a una velocidad mayor que la de la luz es lo único que se necesita para probar que la teoría es incorrecta (pues violaría el postulado relativista que la velocidad máxima posible es la velocidad de la luz). Por lo tanto, los científicos no reaccionaron dogmáticamente descartando de plano el resultado, sino que esperaron a que se verificara si el experimento se había realizado correctamente, y que se confirmaran las observaciones.
También es interesante preguntarse si nuestro cerebro está bien equipado para tratar de falsar nuestras teorías. En 1960, el psicólogo Peter Wason diseñó un experimento para tratar de contestar esta pregunta. El experimento consistía en pedirle a una persona que identificara la regla matemática aplicada a una secuencia de tres números. El experimentador partía ofreciendo la secuencia 2, 4 y 6 como un ejemplo de tres números que satisfacen la regla. Luego el sujeto podía generar y proponer otras secuencias de tres números y preguntarle al experimentador si éstas nuevas secuencias satisfacían la regla o no. El resultado del experimento fue que aunque la regla era muy simple (la regla era “secuencia de números ascendente”), en general a las personas les era difícil llegar a esta conclusión. A menudo la regla que proponían era más específica, como por ejemplo, que el número del medio era el promedio de los otros dos (por ejemplo, probando las secuencias 4, 6, 8, ó 10, 20, 30, que satisfacen ambas reglas). El problema era que los sujetos preguntaban solo por secuencias de números que comprobaban la idea que tenían en mente, pero raramente trataban con una secuencia que debería no satisfacer, o falsar, la regla que estaban considerando. Este fenómeno es conocido como «sesgo de confirmación«, y se manifiesta en la práctica como la tendencia a considerar solamente la evidencia que se ajusta con nuestras creencias.
El principio de falsabilidad no es difícil de entender una vez que uno ve algunos ejemplos, y luego de darnos cuenta de que uno de los puntos ciegos de nuestro cerebro es el sesgo de confirmación, podemos estar alertas para tratar de evitarlo. La receta es simple. Cada vez que consideremos una hipótesis o teoría, debemos preguntarnos, ¿qué deberíamos observar para dejar de considerar esta teoría como cierta? Sí no tiene una respuesta, su teoría es infalsable.
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