Bueno, en realidad lo soy, pero no se lo cuenten a nadie. Prefiero callarlo y no andar por ahí gritándolo a los cuatro vientos. La última vez que tuve la brillante idea de salir un rato del closet, fue hace un año y fue ante mi papá. Peleamos. Me dijo que yo no podía ser ateo —la verdad es que me dijo que no podía ser escéptico, pero creo que confundió conceptos—, porque cuando algún familiar mío se estuviese muriendo yo iba a recurrir a lo que fuese con tal de salvarle y que, por lo tanto, iba a terminar rezándole a alguna deidad —por lo que sé, mi papá no cree en el dios cristiano, pero si que existe “algo”. Siempre me ha costado controlarme frente a afirmaciones así, donde quien las emite no solo trata de manipular las emociones de su interlocutor, sino que, además, recurre a argumentos que escapan del conocimiento humano, sin embargo lo que finalmente desató todo mi enojo fue su arrogancia: creer que sabía lo que yo iba a hacer en el futuro. Pero no vale la pena seguir dándole vueltas al asunto. ¿Para qué? Si basta con leer una reflexión hecha por el escritor italiano Primo Levi, en su libro Los hundidos y los salvados (1986), para darse cuenta que mi papá no había hecho un buen razonamiento:
Entré en el Lager como no creyente, y como no creyente fui liberado y he vivido hasta hoy; es más, la experiencia del Lager, su iniquidad espantosa, me ha confirmado en mi condición laica. Me impidió, y todavía hoy me lo impide, concebir cualquier forma de providencia o de justicia trascendental: ¿por qué los moribundos en vagones de ganado?, ¿por qué los niños en las cámaras de gas? Debo admitir, sin embargo, haber experimentado, una sola vez, la tentación de ceder, de buscar refugio en la oración. Eso aconteció en octubre de 1944, en el único momento en el que llegué a percibir con lucidez la inminencia de la muerte: cuando, desnudo y apretado entre compañeros desnudos, con mi ficha personal en la mano, esperaba para desfilar delante de la “comisión” que, de una ojeada, decidiría si iría de inmediato a las cámaras de gas, o si en cambio era lo bastante fuerte para seguir trabajando. Durante un instante, sentí la necesidad de pedir ayuda y asilo; después, a pesar de la angustia, prevaleció la ecuanimidad: no se cambian las reglas del juego al final del partido, ni cuando se va perdiendo. Una oración en aquellas condiciones no solo hubiera sido absurda (¿qué derechos podía reivindicar? Y ¿de quién?), sino blasfema, obscena, marcada por la máxima impiedad de la que un no creyente es capaz. Borré aquella tentación: sabía que en caso contrario, de haber sobrevivido, hubiera debido avergonzarme de ello.
Insisto: no se lo cuenten a nadie. No porque sea malo o peligroso —ser ateo es, simplemente, no creer en dioses—, pero no lo cuenten. Pareciese ser que el solo hecho de decir que uno es ateo ofende a quienes no lo son. Ya sé que no es mi culpa que la gente sacralice todo, desde una idea hasta un pedazo de madera, pero la gente lo hace igual y, probablemente, cuando se trata de algo tan querido, como la idea de Dios, más se ofenderá. Lo divertido de todo esto, es que la gente se debería preocupar no cuando escuchase la palabra “ateo” sino cuando escuchase la palabra “escéptico”. Porque el escéptico no se conforma con que le hagan afirmaciones carentes de lógica o de evidencia demostrable. El escéptico pondrá en duda todo —incluido su propio escepticismo—, exigiendo interlocutores capaces de analizar sus propios juicios y capaces de dejar de lado la fe, y así poder evitar los prejuicios y los dogmatismos que tantos problemas de convivencia nos han provocado como humanidad. El escéptico, muchas veces, pondrá en evidencia que las creencias de sus interlocutores no se basan en nada y que, por lo tanto, son irracionales y sobrenaturales.
Ser ateo no significa haber pasado por una tediosa reflexión. Simplemente, se puede ser ateo por tradición. Con esto quiero decir que el ateísmo puede ser consecuencia del lugar donde se nace. El escepticismo no. El escepticismo implica investigar, conocer el método científico, tener la capacidad de considerar nuevas ideas, tener idea de conceptos cognitivos tales como razonamiento, falacia, sesgo y prejuicio, etc. Pero lo mejor de todo, es que el escepticismo implica «ser escéptico de ser escéptico», lo que trae como consecuencia el examen constante de lo que se piensa, es decir, el mismo escepticismo se protege de ser un fundamentalismo.
¡¡¡Soy escéptico!!!
¿Ateo? También, pero si nadie lo sabe me da lo mismo. Mejor así.