Antiguos astronautas: pareidolias

por | 30 noviembre, 2012

Por Omar Ernesto Vega

Registra Bernardo de Sahagún, cronista español de los tiempos de la conquista, que los antiguos aztecas decían que, antes de crear el día, los dioses se reunieron en Teotihuacan, para decidir quién se iba a sacrificar para iluminar el mundo, mas el dios Tezcuciztécatl se ofreció de voluntario. Después de los días de penitencia, los dioses encendieron una gran hoguera alrededor de la cual se reunieron todos para ver el sacrificio. Pero cuando llegó el momento de saltar al fuego, Tezcuciztécatl se acobardó, y no lo hizo. En su lugar Nanahuatzin, un humilde dios cubierto de pústulas, decidió que era su deber sacrificarse y se lanzó valientemente al fuego, comenzando a brillar como el Sol. Solo entonces, la envidia se apoderó de Tezcuciztécatl y recapacitó por su falta de valor por lo que, envalentonado, corrió hacia la hoguera y también se inmoló en las llamas, transformándose en un segundo Sol. Pero los dioses no tenían planeado que hubiera tantos soles en el cielo, iluminándolo en exceso, por lo que para disminuir el brillo uno de ellos tomo de las orejas a un infortunado conejo que pasaba por allí y lo lanzó al segundo sol, donde quedó aplastado contra la superficie. Desde entonces la Luna tiene la forma de un conejo en la cara. Y si bien pagó los platos rotos con su vida, aquel pobre conejo se convirtió en el primer “astronauta ancestral”.

Si usted no cree que haya un conejo en la Luna, pues salga al exterior en una noche de plenilunio y observe las sombras que se forman en la superficie del satélite terrestre. Ahí podrá ver la figura de aquel pobre conejo que se estrelló en la Luna. Y si no lo encuentra, pues sea paciente, pues pueblos tan lejanos geográficamente como el indio, el tibetano, el chino, el japonés, algunos africanos y los aztecas lo vieron claramente.

Por supuesto hay algunos que no están de acuerdo, como los antiguos nórdicos quienes veían en aquellas mismas regiones a los hermanos Hjúki y Bil, leyenda que quizás sea el origen del mito anglosajón del Hombre de la Luna. Otras sociedades han visto toda clase de animales raros en las sombras de la Luna, incluyendo escarabajos, arañas, serpientes y leones, y algunos románticos ven un beso. Por su parte nuestros antepasados, que fueron profundamente católicos, como mi abuelita, veían en nuestro satélite natural la imagen de la “Huida de Egipto”, aquella de la Virgen y El Niño en sus brazos, montados en un burrito. También los niños personalizan los astros, y en las formas de los mares de la Luna suelen ver una cara humana.

Pero la Luna no es el único objeto cósmico que ha encendido nuestra imaginación, pues las constelaciones fueron mucho más atractivas para los pueblos antiguos, tal como lo comentó Carl Sagan en la serie Cosmos, cuando dijo que nuestros antepasados jugaban con las estrellas a “completar las figuras siguiendo los puntos”. De aquella manera, los antiguos babilonios encontraron doce figuras en el zodiaco, que dieron origen a nuestros signos astrológicos actuales, de las cuales la mayoría son de animales, tales como el carnero (Aries), el toro (Taurus), el cangrejo (Cáncer) y el león (Leo), mientras que el resto habla de conceptos tales como los gemelos (Géminis), la virgen (Virgo) y la balanza de la justicia (Libra). Estas figuras son tan clásicas, y están tan enraizadas en nuestra cultura, que nos parecen obvias, como si no hubiera otra interpretación. No obstante, la asignación de un grupo de puntos a una figura es completamente arbitraria, y pueblos distantes a la influencia babilónica, como los mayas, polinesios y chinos, encontraron figuras diferentes para las mismas agrupaciones estelares, como es el caso de aquella constelación del hemisferio norte que rota en torno a la estrella polar, la cual en Norteamérica se llama La Gran Cuchara, en Gran Bretaña El Arado, en Holanda El Sartén, en España se le conoce como El Carro o La Cacerola, y en la India como Los Siete Sabios. Nosotros no le tenemos nombre, simplemente porque La Gran Cuchara no es visible en el hemisferio sur.

La mayoría de los pueblos del mundo vio figuras uniendo estrellas con líneas invisibles, pero los aborígenes de Australia los superaron a todos en imaginación, pues ellos no sólo tienen sus propias asociaciones para las constelaciones comunes, sino que además ven un Emú en el Cielo, entre Escorpio y la Cruz del Sur, hecho por las sombras en las nebulosas de aquella región celeste.

 

Cuando los navegantes europeos exploraron por primera vez el hemisferio sur celeste, descubrieron constelaciones invisibles en el hemisferio norte, las cuales bautizaron con elementos de su propia cultura de navegantes cristianos, tales como La Cruz, el Octante y el Triángulo Austral. Y para los nativos de esta región del mundo, la invasión cultural europea comenzó con la imposición de los nombres del Zodiaco, lo cual no tiene sentido en este hemisferio, ya que aquellos signos se ven aquí invertidos. Orión, el Toro, y todas las demás, son dibujos que están patas para arriba. De aquel colonialismo estelar, es interesante notar que donde los cristianos europeos vieron La Cruz del Sur, los mapuches y pehuenches veían una pata de avestruz, llamada Penonchoike, que era parte de la constelación del Choike o Ñandú.

Hoy, a pesar de los avances de la ciencia, todavía seguimos viendo curiosas formaciones en el cielo, como la constelación de la Mano de Dios, que rodea al pulsar PSR B1509-58, y que fue recientemente descubierta.

La historia de las asociaciones de patrones al azar, a los cuales les atribuimos un significado de acuerdo a nuestra cultura, tiene una larga data, especialmente cuando miramos al cielo. Un caso paradigmático fue el del descubrimiento de los canales de Marte, que quizás comenzó la fiebre por los extraterrestres que todavía vemos por todos lados, en particular en los programas sobre “antiguos astronautas”.

En 1877 el astrónomo italiano Giovanni Schiaparelli (1835-1910) anunció que había observado depresiones en la superficie de Marte que bautizó con el nombre de “canales”, en italiano, queriendo decir ríos. Al traducirse sus trabajos al inglés, el término elegido fue “channel”, que en ese idioma tiene la connotación de un río artificial, un canal construido por el hombre, como el de Suez o el de Panamá, por lo que la noticia causó sensación ya que implicaba la existencia de una cultura nativa en el planeta rojo. Entre los defensores de la tesis de canales artificiales el más famoso fue el astrónomo norteamericano Percival Lowell (1855-1916), quién dedicó gran parte de su vida a demostrar que aquellos canales de Marte eran la evidencia tangible de una civilización extraterrestre, tesis que defendió en sus libros Marte (1895), Marte y sus canales (1906) y Marte como la morada de la vida (1908). De acuerdo a Lowell, los marcianos tenían una civilización avanzada que sufría los embates de la desertificación de su planeta, por lo que sacaban agua de los hielos polares y la transportaban a las regiones tropicales a través de gigantescas obras de regadío.

Estas ideas tuvieron una influencia notable en la naciente ciencia ficción, comenzando por la novela de H.G. Wells La guerra de los mundos (1898), la cual describe a los mismos marcianos de Lowell aburridos de vivir en condiciones tan miserables, por lo que deciden conquistar la Tierra. Para invadirnos, usan la tecnología del viaje espacial a cañonazos de Julio Verne (novela De la Tierra a la Luna, 1865), pues las aceleraciones no parecían afectarles en lo más mínimo, por lo que aquellas balas espaciales se convirtieron en primitivos ancestros de los modernos ovnis. Pero ese fue sólo el principio, pues desde entonces las historias de ciencia ficción han sido fuertemente influidas por las civilizaciones marcianas de Lowell, incluyendo la famosa Una princesa de Marte (1912) de Edgar Rice Burroughs el mismo autor de Tarzán, la novela Planeta Rojo (1949) de Robert Heinlein y en especial Crónicas Marcianas (1950) de Ray Bradbury.

Después se supo que los canales de Marte habían sido una ilusión, producto de que los astrónomos estaban abusando de sus ojos e instrumentos, llevándolos al límite de su capacidad de resolver objetos en la superficie. Por lo tanto, toda la cartografía de Schiaparelli y de Lowell quedó reducida a ser nada más que mapas imaginarios, producto de imaginaciones febriles, tan fantásticas como los atlas medievales.

Mas, a pesar de que sus cartografías fueron incorrectas, quizás no estuvieron tan errados, pues con el paso del tiempo sí se encontraron marcas profundas en Marte, como las del gigantesco cañón Valles Marineris descubierta por la sonda Mariner 9 de la NASA en 1971 y bautizado en su nombre. También se descubrieron ríos secos, producto de inundaciones milenarias y de desplazamiento de lava. No obstante, estos accidentes geográficos no fueron los registrados por nuestros desafortunados astrónomos en sus cartas marcianas. Curiosamente, Schiaparelli y Lowell también acertaron con los casquetes polares y su contenido de agua, pero de civilizaciones marcianas no se ha encontrado ni rastro.

Me pregunto, ¿por qué la gente tiene la tendencia de malinterpretar la información, viendo evidencia donde no la hay? Y creo que esta pregunta es importante, en especial cuando queremos dejar en claro cómo actúan los “estudiosos de los antiguos astronautas”, y otros pseudo-científicos, que llenan de falsedades las mentes de la gente.

Hace unos meses hice una entrevista al afamado escritor de ciencia ficción nacional Jorge Baradit, quién como muchos escritores de ficción es escéptico, y a quién conozco personalmente desde sus inicios, donde le pregunté qué opinaba de Nostradamus, y su respuesta fue simple y directa: “pareidolias mentales”. Confieso que tuve que recurrir al diccionario para entender lo que Jorge quiso decir, y me sorprendió encontrar allí un término que describe a la perfección la mayoría de las elucubraciones pseudo-científicas.

La pareidolia es un fenómeno psicológico que consiste en percibir como una forma reconocible una imagen aleatoria. Algunos de los objetos con los que frecuentemente se la experimenta son las nubes, las cumbres rocosas de las montañas, formas en el pavimento y las manchas de humedad, en las que la gente tiende a ver siluetas de animales, caras, personajes famosos, utensilios de uso cotidiano, escenas sexuales, imágenes religiosas o seres mitológicos. También los objetos fabricados por el hombre pueden provocar percepciones falsas, como cuando vemos una cara en el frente del auto, pues nos imaginamos que los focos son los ojos, y que la máscara del radiador formaría una boca. De ahí que podamos hablar de autos “tristes”, “gruñones” o “simpáticos”. De igual manera, al mirar la parte trasera de un despertador a cuerda puede darnos la impresión que ríe, pues el mecanismo de ajuste tiene la forma de una boca sonriente. También hay pareidolias auditivas, como aquellas frases de adoración al demonio que algunos perciben al tocar canciones al revés, e incluso hay otras asociadas a la lectura, que es cuando la gente encuentra significados ocultos en los cuales el autor del texto jamás pensó.

Antes de continuar, debemos distinguir las pareidolias de las ilusiones ópticas o auditivas, tal como lo es un espejismo de agua en una carretera desértica, pues en las primeras es una interpretación personal y arbitraria de un estímulo y está influida por la cultura, pero en el segundo caso se trata de un fenómeno que engaña a todas las personas por igual, con el mismo efecto. Además, debemos distinguirlas también de las visiones provocadas por enfermedades mentales, tales como la esquizofrenia, o por el consumo de alucinógenos, pues no se trata de la generación de imágenes falsas por parte del cerebro, sino de la interpretación arbitraria de una imagen externa que realmente existe.

De acuerdo a la teoría psicológica, la percepción de pareidolias está relacionada con la salud mental. En eso se basan los controvertidos test de Rorschach, que son manchas de tinta aleatorias que los sujetos interpretan a su manera, lo que permitiría determinar la personalidad de las personas, y sus probables trastornos mentales. Por supuesto, todos tenemos tendencia a percibir falsamente algunos objetos o seres donde no los hay, pero la insistencia de ver sólo un tipo particular de objetos, y la repetición obsesiva de aquella percepción, pudiera ser un síntoma de enfermedad mental.

Pero, qué tiene esto que ver con los antiguos astronautas, dirá usted. Pues que la gran mayoría de las supuestas “evidencias” de la presencia de los antiguos alienígenas en la Tierra son pareidolias. Aquí nos abocaremos a recopilar aquellas pruebas, para descubrir no sólo por qué las interpretaciones son falsas, sino cómo se generan. Para eso, podríamos recordar la experiencia de contemplar las nubes en un día de verano. Al mirarlas, la mente trata de encontrar significados en una substancia que forma cuerpos al azar. Vemos un perro, una oveja, un avión, una cara amenazadora o sonriente, un guerrero, un barco, o cualquier cosa que queramos ver allí. En particular, si estamos entusiasmados por un tema, tendemos a ver allí reflejadas las cosas que nos preocupan.

De igual manera, los “teóricos” de los antiguos astronautas tienden a ver en las piezas arqueológicas elementos que jamás estuvieron allí, o que tienen un origen muy distinto de aquel que suponen. En lo que resta del artículo demostraremos algunos casos en que los “teóricos de los antiguos astronautas” yerran por ignorancia. Esto es lo más que puede hacerse para dejarlos en evidencia, pues con la velocidad que aquel grupo de entusiastas genera evidencias falsas es casi imposible demostrar que todas ellas son sólo ilusiones.

Comencemos con la idea que los guerreros del antiguo México usaban cascos de astronauta. La prueba consiste en poner la imagen de un guerrero jaguar, lado a lado con la de un astronauta en traje espacial, y entonces se asume que ambos son viajeros del espacio simplemente porque usan casco. Más, si probar aquella relación es así de simple, entonces ¿por qué no asumir también que los motociclistas y los buzos son cosmonautas ya que ellos también usan cascos cerrados?

Se trata simplemente de pareidolias, donde los “estudiosos” de los antiguos astronautas encuentran paralelismos en lugares donde no los hay. Ese mismo principio lo encontramos en gran parte de las supuestas “pruebas” de que fuimos visitados por astronautas del espacio, incluyendo los trajes espaciales de las figuras Dogu del antiguo Japón, los supuestos cascos presurizados en las pinturas rupestres de Val Camónica, Italia, los platillos voladores en una pintura de la crucifixión del monasterio Visoki Decani, y en otras piezas de arte medieval. En todos estos casos se trata simplemente de ignorar el trasfondo histórico de las piezas y de forzar la conclusión.

Hay algunos que con paciencia heroica se tomaron el trabajo de señalar cada uno de los errores de los “teóricos” de los antiguos astronautas. Uno de ellos es Jason Colavito, quién se ha convertido en una autoridad en destruir estas farsas. Aplicando aquellos trabajos, aquí sólo desarrollaré algunos casos para probar el punto, siempre en el contexto del robo de la herencia nativa de las Américas.

 

El caso de Tiahuanaco

Mucha gente cree que Tiahuanaco no es un logro de la civilización andina, sino de la vulgar Atlántida de los ocultistas, y de admiradores del Retorno de los Brujos. De acuerdo a una “teoría”, Tiahuanaco fue construida hace 17.000 años por una banda de extraterrestres. Aquella ciudad sería un campo de aterrizaje para platos volantes. Estos alienígenas también habrían creado una raza ancestral que después fue arrasada por el diluvio. Por supuesto que a veces se mencionan otras variedades extravagantes del mismo timo, tales como que la ciudad fue construida por suecos, compatriotas de Thor Heyerdahl. Parece ser que cualquier explicación es satisfactoria para estos charlatanes, menos atribuir su origen a sus verdaderos autores: los indígenas.

Pero, ¿de dónde salió la cifra de 17.000 años? La ciencia tiene bastante claro que la última oleada humana que salió de África Oriental lo hizo hace 60.000 años, llegó a Europa y pobló Asia Central hace alrededor de 35.000 años, y emprendió la aventura a las Américas entre 12.000 y 15.000 años atrás, por lo que los nativos no hubieran tenido tiempo de construir Tiahuanaco.

Todo comenzó con el pésimo trabajo del aficionado Arthur Posnansky (1873-1946) quién trató de calcular la edad de Tiahuanaco usando arqueo-astronomía. Posnansky asumió (y “asumió” es aquí la palabra importante, pues el partió de un falso supuesto, de una pareidolia) que Tiahuanaco era un observatorio solar alineado perfectamente al sol. Entonces tomó de referencia un punto “arbitrario”, y usando las matemáticas correctas determinó que estaba 18 grados fuera del alineamiento perfecto. En base a esa medición “asumió”, nuevamente, que la diferencia se debía a que si bien Tiahuanaco estuvo alineado al sol al ser construido, ya no lo estaba. Vale decir, en vez de cambiar su teoría, como todo científico lo hace, la “ajustó” para que calzara la evidencia. Su conclusión fue que la diferencia de 18 grados se debía a que la estructura había sido levantada 10.000 años atrás, en un tiempo en que efectivamente su punto arbitrario de referencia estuvo alineado con el sol. Después de Posnansky la cifra cambió, siempre aumentando, al gusto de cada “teórico” de los antiguos astronautas, pero sigue basada en la misma falsa idea de Posnansky, que Tiahuanaco está alineado al sol.

Hoy, gracias a la arqueología moderna y a sus métodos científicos, se sabe que Tiahuanaco fue una cultura muy antigua para los Andes, del 1500 a. C., y que los edificios de Tiahuanaco datan de alrededor del año 200 d. C. La hipótesis de Posnansky resultó ser completamente falsa, lo cual era de esperar, dado que se basó en errores y arbitrariedades. Y, por supuesto, Tiahuanaco fue construido por las manos de los indígenas de los Andes a quién les cantó Neruda, sin ayuda de vikingos perdidos, marcianitos verdes, ni calamares diabólicos del espacio exterior. Sin embargo, gracias a las ponzoñosas teorías de los “antiguos astronautas”, todavía hay muchos que buscan explicar el “misterio” de Tiahuanaco.

Pakal y la cápsula espacial

El sarcófago de Pakal fue descubierto en 1948 por el arqueólogo mexicano Alberto Ruz Lhuillier, y ese descubrimiento dio pie a una de las afirmaciones más descabelladas de los “teóricos” de los antiguos astronautas. De acuerdo a estos genios, la losa que cubre la tumba de Pakal sería del diagrama de una cápsula espacial. Nuevamente se trata de una pareidolia, como veremos aquí.

De acuerdo a Von Daniken, y los estudiosos de los antiguos alienígenas, la losa muestra a Pakal pilotando una cápsula espacial estrecha y claustrofóbica de los 60s, como las del proyecto Mercurio, que estaban de moda cuando Von Daniken sacó su libro Carros de los dioses (1968). Se cree que aquella idea fue propuesta por primera vez por Guy Tarade y André Millou en un artículo de 1966. En la serie sobre Antiguos Astronautas de History Channel se llegó a construir un modelo tridimensional de la cápsula de Pakal, donde se le ve mirando al exterior por una especie de periscopio, y presionando pedales, como si un cohete tuviera acelerador.

Para demostrar la falsedad de esta interpretación basta consultar a los arqueólogos qué es lo que ven en aquella misma lápida. Después de todo, Pakal (603-683), el constructor de Palenque, fue uno de los soberanos mayas más famosos, y gracias a la reciente decodificación de la escritura maya, y al contrario de otros personajes precolombinos, su historia es conocida. También se sabe con bastante detalle las creencias religiosas mayas y la iconografía asociada.

Los antiguos mayas creían que al morir, el hombre viajaba a Xibalbá, mundo subterráneo regido por la muerte y la enfermedad. La lápida simplemente describe el instante de la muerte de Pakal y su caída al inframundo, en posición fetal propia de su futuro renacimiento. Detrás de Pakal se ve el árbol del mundo maya, el ceibo cruciforme de frecuente aparición en el arte mesoamericano, que conecta las regiones del cielo, la tierra y el inframundo, y que tanto escozor causó a los beatos conquistadores. Arriba de Pakal está la serpiente celestial de dos cabezas, y posado sobre el árbol está el pájaro celestial. Pakal reposa en las fauces de la serpiente fúnebre que representa la entrada al mundo de los muertos, y que está a punto de devorar al monarca. Bajo Pakal está el dios guardián de los infiernos. El rey viste los emblemas del dios del maíz maya, que son los ropajes asociados a la muerte y resurrección. Alrededor de los bordes de la tapa se ven los signos del Sol y la Luna, que representan el paso de día a la noche, y de la muerte al renacimiento. Todo el resto de los símbolos y glifos de la losa tienen significados que concuerdan con las creencias mayas.

En resumen, la losa del sarcófago de Pakal representa un viaje del rey, pero no al espacio sino a la muerte, lo cual es lógico. Después de todo, en las tumbas se suelen poner símbolos acordes con las creencias en la otra vida, más que relatos de ciencia ficción.

Jets precolombinos de Tolima

Otra de las pareidolias absurdas de los “estudiosos” de los antiguos astronautas es la identificación de las figuras de oro de Tolima, Colombia, con jets de combate. Las figuras de Tolima fueron creadas por una cultura de agricultores precolombinos que conocían la cerámica y la metalurgia del oro, y que solían enterrar a sus difuntos con objetos de ese material.

Se han encontrado cientos de esas piezas, que representan humanos y animales de la región, pero de ese grupo hay una docena que los “estudiosos” de ovnis prehistóricos afirman que son representaciones de aviones de combate. El argumento del ufólogo suizo, y superestrella de History Channel, Giorgio A. Tsoukalos, es que “no hay nada en la naturaleza que se les parezca”, y debemos conceder que en el reino animal no hay animal volador, insecto, ave ni murciélago, que se asemeje a aquellas figuras aerodinámicas, y en particular por la presencia de colas verticales. Para probar su punto, en la serie se mostró un modelo de avión a control remoto con la forma de una de aquellas figuras, el cual realmente voló, lo cual fue celebrado por Tsoukalos como un descubrimiento sensacional.

Pareciera que los creyentes en visitantes prehistóricos tuvieran un punto a su favor. Sin embargo, en la zona si hay animales que son la imagen fiel de aquellos “jets”, y que el pueblo de Tolima conoció muy de cerca.

Los peces tienen colas verticales, y además en el área hay una especie de pez-gato que se asemeja muchísimo a las figuras de los “jets”. Por lo tanto, el argumento que “no hay nada en la naturaleza” que se parezca a aquellas figuras, es falso, sólo que en vez de buscar los modelos entre animales voladores, se les encuentra en el agua. Usando el clásico principio de economía conocida como la Navaja de Occam, que “en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta”, nos damos cuenta de que las figuras de Tolima son simplemente la representación de peces-gato estilizados.

Conclusión

Hemos dado un largo rodeo por el mundo de las pareidolias o interpretaciones arbitrarias de las imágenes, y hemos comprobado que las “evidencias” de la presencia de antiguos extraterrestres en la Tierra son ilusiones. Sin embargo, demostrar que todas las miles de pruebas son ridículas es un trabajo arduo que pocos acometen, aunque también muy gratificante. Al final, queda claro que la fantasía sigue siendo “la loca de la casa”.

Algunas referencias

 

Sobre el autor

Omar Ernesto Vega es Ingeniero en Computación e Informática, Master of Science in Computational Science, University of Saskatchewan (Canadá). Ensayista, académico y conferencista de Ciencia Ficción. En 1984 apareció su primer artículo en la revista Microbyte, y desde entonces publica reseñas y cuentos de CF, en español e inglés. En los noventa publicó papers sobre visión computacional, y en el 2000 subió sus propios sitios web experimentales.

Desde la década pasada centró sus esfuerzos en la literatura de CF, siendo un impulsor del proyecto de digitalización de novelas de CF chilenas del s. XIX para Memoria Chilena (DIBAM). En 2010 publicó en Amazon su primera novela, «El Secreto de Rings», y en 2011 ganó el IV Premio Internacional de las Editoriales Electrónicas, con su artículo «Cronn: la ciudad espacial de Hugo Correa». En 2012 publicó el ensayo «El futuro imaginado: breve historia de la anticipación» por Ed. Puerto de Escape.

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